Comentario
Mientras atendía los trabajos para San Pietro, Bernini afrontó la realización de otras muchas obras, que le fueron confiadas por su ya asentada fama como escultor, planteándole la necesidad de organizar su complejo taller de ayudantes y colaboradores. Entre 1615-20, un grupo de bustos retratos, ligados a los modos paternos y al naturalismo de Mariani, que hablan de su habilidad como retratista, justificarán la comisión de una serie de bustos del papa Urbano y de otros miembros de su familia, además de tantos más oficiales y privados. En ellos acusa su alta capacidad de individuar los rasgos físicos y psicológicos de los personajes, creando el llamado retrato parlante, cuyas cimas serán los del cardenal Scipione Borghese (1632) y Costanza Buonarelli (hacia 1635). Y es que, contrariamente al uso, Bernini no retrataba a sus modelos en pose inmóvil, sino moviéndose o hablando libremente durante las sesiones, con el fin de que tal circunstancia le permitiese captar la postura más espontánea y el gesto más personal (F. Baldinucci, "Vita del Cavalier.. Bernino", 1682). Por lo demás, su virtuosismo para obtener del mármol cualquier efecto de luz y color, comparables a la riqueza pictórica de Rubens o Velázquez, le permitió dar vida, incluso pasión, a aquellos retratos oficiales elaborados a partir de cuadros, sin tener al modelo real delante, como en aquel de Francesco I d´Este (1652, Módena, Galería Estense), en el que supo expresar a un tiempo la dignidad de la realeza. Difícil es hallar de la arrogancia personal y del poder absoluto una representación interpretativa tan puntual como la de su busto retrato de Luis XIV (1665, Versalles).No es posible aquí el análisis exhaustivo de la obra berniniana: memorias, escudos, tumbas, fuentes, que mezcla con la restauración de estatuas clásicas de la colección Barberini (Fauno Barberini, hallado en 1624) y tantas más cosas, lo impiden. El problema es su inagotable fantasía inventiva, capaz ya de vivificar el repertorio tipológico y los motivos iconográficos tradicionales, ya de crear nuevos prototipos y elementos, sin caer nunca en la extravagancia incomprensible o conceptual. Escogiendo, por ejemplo, las fuentes, comprobaremos su desbordante fantasía creadora, en este caso basada en la relación agua-vida. Hechizado por el agua, su transparencia, su movimiento, sus sonidos -tanto que durante su viaje a Francia lo confesaría: "yo soy muy amigo de las aguas, ellas hacen mucho bien a mi espíritu" (P. Fréart de Chantelou, "Journal de voyage... (1665)", 1885)-, ideó para Roma una serie de fuentes que, aun arrastrando tradición en lo sustancial de sus tipologías, la supera y modifica al imprimir nueva vida formal al repertorio de motivos ya consagrados: conchas, delfines o tritones, más allá de que se renueven sus valores simbólicos (ahora relativos a la familia Barberini), sino por la misma sensibilidad orgánica con que los anima. Así, aunque ejecutada bajo la dirección de su padre, la fuente de la Barcaccia, en la plaza de Spagna (1628-29), con la solución de la gran tina a nivel del suelo, por la falta de presión en esa zona, jugando con el suave fluir del agua, insufla vida a la insulsa fuente de la Neviscara, ante Santa Maria in Domnica, su modelo quinientista. O como, en las fuentes del Tritón, en la plaza Barberini (1642-43), y de la Lumaca, en origen para la plaza Navona hoy en la villa Doria-Pamphili (1652), en donde el primitivo esquema arquitectónico de la fuente-vástago lo cambia por un tallo biológico por el que fluyen formas vivientes (en la última fuente, tres delfines enroscados sostienen, juguetones, una gran caracola) que los juegos de agua conexionan y unifican.Algo parecido sucede si analizamos cómo afronta la tipología del monumento funerario, aunque en este caso comprobaremos una ruptura más clara con el repertorio quinientista, a pesar de los muchos y posibles antecedentes. Su vitalidad se afirma con la creación del prototipo áulico y de grandes dimensiones -Tumbas de Urbano VIII (1628-47) y de Alejandro VII (1671-78), ambas en el Vaticano- o del modelo gentilicio más sencillo y reducido -Laudas de Alessandro Valtrini (1639), S. Lorenzo in Damaso, y de sor Maria Raggi (1643), Santa Maria sopra Minerva-. Si en las dos primeras unifica el monumento conmemorativo y el sepulcral, y fija el tipo hasta casi el siglo XIX: el papa bendice, sentado en un trono, o reza, de rodillas, sobre un pedestal que se sitúa detrás de un sarcófago, flanqueado por figuras alegóricas alusivas al difunto, en el caso de las dos últimas propone los elementos base destinados a tener una similar fortuna temporal: sobre una tarjeta o un trapo agitado por el viento, se coloca el medallón con el retrato del difunto, que lo sostienen un par de angelitos o un esqueleto (que también aparece en el anterior prototipo). Como sea, en ambos arquetipos, las tumbas son expresiones ideales de la dramaticidad religiosa del Barroco, tocada de vida por los valores naturalistas y de teatral ilusionismo que se cuelan en su concepción, convirtiendo la última morada en un modo más de vanidad humana, política, religiosa o social.